(Roma, Alfonso Cuarón, 2018)
Daniel Rodríguez
Queda poco por decir sobre Roma (2018), la celebrada película de Alfonso Cuarón, que sin haber tenido un estreno comercial en salas ha acumulado más de una veintena de premios cinematográficos, entre los que se encuentran diez nominaciones a los Oscar de la Academia de Hollywood.
No obstante, me parece significativo ahondar en Roma ahora como fenómeno social. Porque no se estrenó en salas, y con ello generó una necesaria discusión sobre el papel del duopolio de exhibición cinematográfica en México. Porque diluye el reciente mito popular de que realizadores que no están en su país, como Alfonso Cuarón, no son “profetas en su tierra”: esta sí es mexicana -fue producida y grabada en México con un equipo de trabajo en su mayoría mexicano-. Está completamente en blanco y negro, algo atípico no sólo para la mayoría de los lanzamientos del circuito no-comercial de México en 2018 sino para el eje rector de los contenidos de Netflix. Porque fue la primera película exhibida en Los Pinos, que hasta unos días antes de la proyección fue el hogar de más de una docena de ex-presidentes mexicanos y un espacio de poder que se re-escribió, literalmente, mientras corría la cinta (o el archivo, para ser técnicamente exacto). Porque la mayoría de los rostros que aparecen en Roma son de actores naturales (el apelativo es todavía más corrosivo en inglés: “non-actors”), de entre los que en mi opinión destacan Nancy García, “Adela”, Jorge Antonio Guerrero, “Fermín”, y, por supuesto, Yalitza Aparicio, “Cleo”. Porque Yalitza Aparicio se ha convertido en un fenómeno por sí misma (esto con su respectiva dosis de espontaneidad, sí, pero también impulsado y capitalizado por el meticuloso marketing). Porque, de ganar el Oscar, será portadora de varias primicias: la primera mexicana, la primera hablada en mixteco y español, la primera hecha por y para una plataforma de streaming.
Y luego está la película tal cual, o en otras palabras, lo que uno se sienta a ver en la sala (ya sea de cine, o de la casa, pero en este caso, más que nada la de la casa). Yo he tenido oportunidad de ver Roma tres veces. La primera fue en una sala tradicional en Saint Louis, Missouri, gracias a una casualidad de la vida, y a un amigo de la universidad que se ofreció a llevarme más de dos horas por carretera hasta el cine más cercano que la estaba exhibiendo. Me salieron un par de lágrimas casi desde el principio, pero aún un poco más cuando llegó la escena (si es que alguien que lee esto aún no ha visto Roma, no hay lugar para spoilers aquí: todos los que la hemos visto sabemos de qué escena hablo cuando me refiero a la escena; pero si por casualidad estamos imaginando una distinta, ¡que maravilla!). En aquél momento atribuí la emoción a mi propia nostalgia, luego de ver imágenes tan cercanas a mi experiencia de vida en un sitio tan remoto (quienes me conocen de cerca -y quizá no tan de cerca- saben que llevo un buen tiempo viviendo fuera de México). Las calles diseminadas con gente, los libreros llenos de enciclopedias que (al menos en mi familia) nadie leyó nunca, las casas pegadas todas una contra la otra, los rituales ridículos pero omnipresentes del Estado-nación, la desigualdad tan notoria pero invisible a los ojos de la clase media y para arriba, el sol pegando sobre los sitios grises (quienes crecimos en México y alrededores hermanados sabemos que en Roma las paredes y las azoteas y las calles no solo son grises a causa del blanco y negro, es porque también son así en nuestra memoria). En aquella ocasión Tyler (mi amigo) y yo platicamos largamente (casi todo el regreso en carretera) sobre Roma como comentario político. Él reaccionó a la vez sorprendido por la opresión tan desgarradora y visible que habitaba en Cleo, al punto en que casi le pareció demasiado frontal -“almost over the top”, dijo- y también atraído por la belleza de las imágenes de la película, que provenían de un mundo que él (literalmente), dijo nunca haber visto. Me fascinó que resaltara eso en un principio, porque yo comenté otras cosas. “Claro que ví esa violencia ahí también”, pensé, pero seré franco: no fue ni lo primero ni lo que más me llamó la atención. En ese momento yo estaba fascinado por el hecho de haber ido a un teatro maravilloso a ver -entre muchas otras cosas más- unas macetas idénticas a las que mi mamá tenía en la casa de Iztapalapa en la que crecí.
Luego está el ritual de ir a la sala de cine a ver una película, que con Roma se ha diluido, o quiero creer, comenzado a transformarse (por algo que podría ser mucho mejor o mucho peor, según el sitio desde el que se mire). La segunda vez que vi Roma lo hice acostado en la cama con mi madre y mi hermana, dos mujeres mexicanas, en la sala de mi casa, en México, durante las vacaciones de invierno. Para entonces ya había leído y escuchado una veintena de reacciones sobre la película en México, de entre los cuales la mayoría de los comentarios críticos apuntaban a un trato demasiado suave (si no acrítico) con la violencia que sufren sus protagonistas, lo que la convertía en un retrato clasista centrado en la ubicuidad aurática del genio de Alfonso Cuarón y por lo tanto no era mas que una apología de las violencias que someten a Cleo -y con ella a miles de mujeres en México, y mucho más allá de México-. La experiencia sensorial fue sumamente distinta; ya no estaba en el teatro -el lugar del “arte”- y ya no estaba lejos de casa. Nuestra atención se centró mucho más esta vez en el diálogo conflictivo entre Cleo y Sofía (Marina de Tavira). Fue entonces que me acerqué con más profundidad (no de manera fortuita) al rostro femenino de la historia. Salió a la luz el “nosotras, las mujeres, siempre estamos solas”. Salieron los nombres de mis abuelas, tías, sobrinas, primas, amigas… El fantasma de mi papá (que desde hace años no vive con nosotros) se paseó entre los silencios de nuestra charla. Fue entonces que me di cuenta que si mucha gente considera Roma una película interesante es más por lo que revelan sus silencios que por lo que se muestra en pantalla. Cuando vemos a Cleo en primer plano respondiendo a un interrogatorio médico, desde la primera vez, creo que como audiencia somos invitados a imaginar las posibles respuestas del interrogatorio, que en el caso mío, de mi hermana y mi mamá, coincidimos que habíamos todos respondido lo mismo que ella. Incluso, cuando le preguntan a Cleo “¿cuántas parejas sexuales has tenido?” escuché a mi mamá responder en voz baja: “¿Pues tú cuántas crees? -pues una”. En la pantalla, Cleo guarda silencio. Roma revela así su postura: todos nosotros, los que la estamos viendo (o al menos todos con quienes la vi), sabemos la respuesta. Porque hay algo allá afuera (es decir, ajeno al mundo de la ficción construida en la película), que nos ha enseñado la respuesta, y nos ha ordenado a mantenerla en silencio. Y nosotros, los humanos, estamos imbricados tanto por lo que decimos como por lo que callamos.
Y luego, omnipresente, está Cleo. La tercera vez que la vi fue en mi casa una vez de regreso a la universidad. En la reunión hubo gente de varios orígenes: dos amigos de México, uno de Pakistán, una de Estados Unidos, Rusia, Ecuador, Costa Rica, algunos de Honduras, varios griegos. Y al final, de nuevo, lágrimas en los ojos de varios. Esta vez, la atención se centró en Cleo. Y la plática que tuvimos fue lo que finalmente me motivó a escribir este texto. Roma está tan preocupada por la contradicción como sus detractores lo están por hacerla caber en un cine pedagógico del que no forma parte. Para ser francos, me preocupa que muchas voces estén reprochando que no sea lo suficientemente "crítica", que no muestre la “crudeza” (¿y no lo hace?, me pregunto yo), que no parezca producto de una investigación exhaustiva del tema. No lo es, claro está, ni busca serlo. Roma se ubica en el sitio más peligroso, y por consiguiente, creo yo, en el más político: en la especificidad del entramado de relaciones de poder, en los comentarios “inofensivos” pero que indagan en la profundidad de los artefactos de violencia colonial que hacen que dos mujeres de diferentes orígenes económicos y raciales atraviesen por un camino doloroso y que de todos modos no quepa la menor duda de que el proceso por el que atraviesa Sofía no es de ninguna forma equiparable al que cruza Cleo. El blanco y negro (contrario a lo que he leído repetidas veces) no aplasta la raza o el paisaje del Tercer Mundo con el fin de “embellecerlos”, u ocluirlos: lo hace para evidenciar que en un mundo como este es necesario discutir la raza fuera de los términos creados por la propia racialización. Es decir: en los personajes de Roma su raza, su género, y todo el entramado de sentidos que fijamos en cada uno están ahí, a pesar de que, en términos literales, nunca vimos su piel en color. La raza está ahí, y con ello el racismo, la discriminación, la segregación. El poder invisibilizado se vuelve visible con la eliminación del color. Nuevamente, valemos tanto por lo que mostramos como por lo que decidimos no mostrar.
Ningún otro personaje, por supuesto, habita más la contradicción que Cleo. Quizás esto es lo que más molesta a la crítica correctiva de la película, que espera ver en Cleo una suerte de redención para “todas las empleadas del hogar y/o mujeres invisibilizadas del mundo”. No es así. Roma, para mí, es una invitación para empezar a ejercitar nuestra capacidad para mirar a Cleo siendo quien es: Cleo. Una mujer indígena oprimida y silenciada de forma sistemática y violenta, sí, pero una mujer que tiene voz, presencia, y valor por sí misma, aún cuando calla, cuando se equivoca, cuando no es escuchada. Un ser humano, que no está ahí para representar a nadie ni para ser portavoz de nada que no sea a sí misma. ¿Es esto una apología o una trivialización de las violencias coloniales y de género? Yo creo que no. Ninguno de mis amigos aquella noche comentó “que hermosa vida tiene Cleo”, o “que maravilloso ha de ser vivir una vida como la de Cleo”. Creo que al contrario, lo que escuché esa noche eran voces de empatía y desazón. No lloramos de conmiseración, lloramos de rabia. Esa noche pudimos pensar a Cleo, por fin, en el mismo nivel de experiencia que el nuestro. Su dolor era también nuestro dolor. Sus equivocaciones las nuestras. Las desigualdades a las que se enfrenta como mujer son también las de todas las mujeres que conozco. Y esa noche, después de verla tres veces (¡tres!) por fin entendí, y me quedé callado. Y creo que mis amigos también: la mayoría de los hombres lo hicimos. Mi amigas de Rusia y Honduras lloraron, una incluso se salió de la casa, y fue a llorar al patio. Cleo comienza a levantar su pierna izquierda, la coloca junto a su rodilla derecha, y alza sus brazos, como quien guarda un as bajo la manga, como quien se es sabedor de un poder que nadie más tiene. Esa noche yo no tenía nada más que decir y todo por escuchar; reconocí que mi nivel de experiencia era muy limitado. La noche era de ellas, era de Cleo.